Lord Tyger Read online

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  Cuando era joven siempre se habían mostrado amables, cariñosos y de buen humor, o eso le había parecido a Ras. Pero, a medida que iban pasando los años y con la muerte de sus otros compañeros, los adultos, Mariyam y Yusufu se quedaron solos, teniéndose uno al otro como única compañía, y daba la impresión de que cada vez les resultaba más difícil soportarse mutuamente. Ras podía entenderlo un poco. Pero cuando tuvieron a una tercera persona con la que hablar sus discusiones siguieron siendo casi igual de fuertes, y cuando aparecía en la casa los dos solían aliarse contra él. Era como si le culparan de sus problemas actuales, pero no quisieran o no pudieran explicarle cuáles eran esos problemas.

  Y también había otras cosas de ellos dos que no entendía.

  —¿Crees que no eres un mono?—le decía Yusufu. Yusufu, un hombrecillo con la cabeza muy grande y el cuerpo normal, con las piernas cortas y torcidas, apenas más largas que el brazo de Ras desde el codo hasta la muñeca, alzaba los ojos hacia Ras. Tenía la cabellera blanca y lanuda y una enredada barba blanca que destacaba agudamente en su rostro de piel morena, con la nariz achatada y las fosas nasales tan anchas como las de un gorila, y cuando se ponía de puntillas para mirar a Ras fruncía sus gruesos labios, que con todo no eran tan gruesos como los de un wantso—. Agáchate, hijo de un camello—gruñía—. Agáchate, genio del desierto, para que yo, tu padre, que ha engendrado un gorila para eterna vergüenza suya, pueda corregirte de la manera más adecuada enseñándote mejores modales.

  Ras seguía erguido, sin inclinarse, bajando la cabeza hacia él con una sonrisa en los labios. Yusufu, su oscuro rostro convulsionado, la barba revuelta, empezaba a dar saltitos, maldiciendo en swahili, árabe, inglés y amárico.

  —¿Tendré que castigarte, oh, Lord Tyger, tendré que azotarte con la madera de los árboles que tanto amas, como buen mono que eres? Agáchate; haz lo que te ordena tu padre, quien puede disponer de tu cuerpo como le venga en gana. ¡Oh, excrementos de camello que han cobrado por accidente la forma de un hombre, agáchate de una vez!

  —¿Qué es un camello?—preguntaba Ras, aunque Yusufu le había descrito muchas veces a esa bestia.

  —¡Es tu verdadero padre, hijo de Shaitán, la bestia maloliente, jorobada y gruñona que sólo sabe concebir ideas malignas! ¡Tu padre fue un camello y tu madre era una mona!

  —¡Pero si una vez me dijiste que tú eras mi padre y que eras un mono!—contestaba Ras.

  —¡Y lo es!—chillaba Mariyam—. ¡Pero no es tu auténtico padre! ¡Es tu padre adoptivo y haría bien acordándose de ello, monstruo surgido del huevo de un cuervo!

  En los últimos tiempos los dos parecían actuar como si le culparan de estar en aquel mundo ¿Y qué tenía de malo el mundo? ¿En qué otro sitio podían estar?

  Mirando hacia fuera por entre las aberturas que dejaban las ramas de los árboles, Ras podía ver los negros acantilados que servían de muralla al mundo.

  —Negros como la lengua del diablo—había dicho Mariyam, refiriéndose a ellos.

  —Negros como el ano de un buitre—había dicho Yusufu. Y al hablar de esa forma los dos revelaban lo que había escondido en sus mentes y el tema de sus discusiones—. Mil ochocientos metros de alto cortados a pico—había dicho Yusufu respondiendo a la pregunta de Ras.

  —¿Metros? ¿Qué es un metro?

  Yusufu le había dicho que era mas de las piernas de Ras, pero Ras recordaba un tiempo en el que sus piernas habían sido mucho más cortas.

  —La pierna de un niño.—había dicho.

  —¿Qué es un metro?—había insistido Ras—. Sé la longitud que tienen mis piernas ahora Pero estoy creciendo ¿Qué ocurrirá si continúo creciendo y las paredes del mundo, que ahora tienen mil ochocientos metros, llegan a tener sólo la mitad de eso? ¿Qué ocurrirá si crezco y el mundo se encoge y si llego a ser tan alto como la columna que hay en mitad del lago? —Al pensar en esa imagen Yusufu se reía y durante un rato era feliz.

  —Oh amado mío, plátano de miel—había dicho Yusufu—. Te estás burlando de mí, un anciano con el cabello blanco y un montón de arrugas, arrugas que me han salido de tanto preocuparme por ti¡ No te burles de mí o te arrancaré la piel y haré un látigo con ella para azotarte hasta que mueras.

  Ras se detuvo cuando se encontraba a unos quince metros de la casa y dio un grito anunciando que había llegado, ya que resultaría peligroso entrar en la casa y encontrarse de repente con Yusufu, que estaría nervioso y podía arrojar su cuchillo antes de darse cuenta de contra quién lo estaba lanzando.

  El ruido de la discusión cesó de repente: un instante después la puerta se abrió y Mariyam salió corriendo. Yusufu la seguía. La cabeza de Mariyam apenas si llegaba a la cadera de Ras. Su cabeza resultaba enorme en proporción a su cuerpo, y sus piernas eran cortas y arqueadas. Vestía una túnica blanca que le llegaba hasta las pantorrillas. Estaba sonriendo y llorando a la vez. Ras la abrazó, alzándola en vilo y apretándola con fuerza mientras ella le besaba y le manchaba la cara de lágrimas.

  —¡Ay, hijo mío, realmente pensé‚ que jamás volvería a verte!

  Mariyam siempre decía eso cuando Ras había estado fuera más de un día, y aunque no hablaba totalmente en serio, sus palabras le querían significar que le había echado de menos. Ras jamás se había cansado de recibir ese saludo suyo.

  Acabó dejándola en el suelo y le dio unas palmaditas en su blanca cabellera mientras esperaba la reprimenda que siempre terminaba llegando porque la había tenido preocupada al estar tanto tiempo fuera de casa.

  Yusufu, que quizá fuera unos dos o tres centímetros más alto que su mujer, y que tenía el cabello tan blanco como ella, mientras qué su larga barba era de color gris con hebras negras, fue hacia Ras con sus nudosas y curvadas piernas y dijo:

  —Agáchate, tú que eres más alto que el avestruz, y así podrás besarme como debe hacer un hijo respetuoso con su padre.

  Ras hizo lo que le decía y el anciano le besó en los labios, devolviéndole la caricia.

  Ras esperó hasta que hubieron entrado en la casa: en el centro de la estancia había una chimenea de piedra con un fuego encendido en ella. La habitación contenía muchos olores: el olor de los monos, el de los excrementos de mono que aún no habían sido limpiados, el de los pájaros y sus heces, el olor de la camisa que llevaba Yusufu, empapada de sudor y que ya hacía bastante tiempo tendría que haberse lavado, y entre todos ellos, dominándolos, el olor del humo. El tiro de la chimenea no funcionaba demasiado bien, y cualquier brisa que soplara en una dirección poco favorable tendía a hacer que el humo bajara por la chimenea y acabara llenando toda la habitación. Uno de los primeros recuerdos de Ras era oír a Mariyam discutiendo con Yusufu y diciéndole que arreglase la chimenea, y a Yusufu contestando que lo haría apenas lo permitiera el tiempo.

  Cuando Ras fue mayor se ofreció muchas veces a reparar la chimenea o a construir una nueva, pero Yusufu se había molestado ante sus palabras, pensando que con ello quería decir que jamás haría ese trabajo. No, por Alá, se encargaría de ello a la primera oportunidad.

  Pero nunca lo había hecho.

  Ras tosió y luego dijo: «¡Mirad!», sacando la hoja de papel de su bolsa hecha con piel de antílope. Los rostros de Yusufu y Mariyam palidecieron bajo la negrura de su tez, pero la única expresión perceptible en ellos fue el asombro. Mariyam dijo que no podía leer lo que había escrito en el papel. Yusufu estuvo un largo rato examinándolo y luego dijo que la mayor parte de las palabras le resultaban desconocidas. Ras tuvo la sensación de que Yusufu estaba fingiendo. Tanto en sus comentarios como en la expresión de su cara parecía haber algo rígidamente controlado. Y las reacciones de Mariyam también habían sido un poco menos pronunciadas de lo previsible. Los dos se habían quedado demasiado silenciosos. Ras acabó enfadándose y les dijo que sabían mucho más de lo que pretendían saber. Tanto Yusufu como Mariyam se indignaron y empezaron a gritar. Su ira tenía algo de excesivo, pero nada de cuanto les dijo Ras sirvió para hacerles admitir que sabían algo sobre el asunto. Mariyam dijo que según su opinión aquel pedazo de papel era una carta de Igziyabher,
es decir, un mensaje dirigido a la Virgen de la Luna, o quizá fuera que Igziyabher estaba escribiendo la historia del mundo desde la creación hasta el presente.

  —¿Por qué no me preguntáis dónde he encontrado la carta?—gritó Ras—. ¿No resulta extraño que no hayáis empezado preguntándome justamente eso?

  Ninguno de los dos quiso admitir que fuera extraño, y tampoco le preguntaron de dónde procedía. Pese a ello, Ras les habló del pájaro de las alas rígidas, de su llameante encuentro con el Pájaro de Dios, de la criatura de los cabellos amarillos y del muerto que tenía el pelo castaño.

  —¡Naturalmente, la cosa del cabello amarillo era un demonio! —exclamó Mariyam—. ¡Iba volando en un pájaro demoníaco, uno de los que pertenecen a Satanás, y por eso atacó al Pájaro de Dios! ¡El muerto debe ser uno de sus compañeros, otro demonio, y habrá sido fulminado por Igziyabher!

  —Ya me has dicho en muchas ocasiones que Igziyabher es omnipotente—replicó Ras—. Entonces, ¿cómo es posible que el pájaro de Satanás consiguiera arrastrar consigo en su caída al Pájaro de Dios? Y, si mató al demonio del cabello castaño, ¿por qué Igziyabher no mató también al demonio del pelo amarillo?

  —¿Quién puede saber qué razones tiene Igziyabher para hacer esto o aquello?—dijo Mariyam—. Sus caminos son muchos y misteriosos y nosotros no podemos comprenderlos, porque somos sus criaturas. ¡Pero puedo decirte muy sinceramente que me alegro de que no hayas encontrado al demonio de los cabellos amarillos, porque te habría destruido o, peor aún, te habría llevado con ella al infierno!

  —¿Cómo sabes que esa criatura es del sexo femenino?—le preguntó Ras.

  Mariyam balbuceó durante casi un minuto, sin saber qué contestar, y luego dijo:

  —Porque lo más probable es que Satanás haya mandado a un demonio femenino para que le resultara más fácil atraerte al infierno.

  Ras siempre había sentido más curiosidad que miedo hacia sus historias sobre los diablos, Satanás y el infierno que se encontraba en la caverna al final del río. Además, ahora ya conocía las historias sobre espíritus malignos que contaban los wantso y también las de los sharrikt, y ninguna de las tres versiones concordaba con las otras dos, aunque tanto los wantso como Gilluk, el rey de los sharrikt, estaban tan convencidos de que sus historias decían la verdad como lo estaba Mariyam.

  Que Yusufu y Mariyam no quisieran saber más detalles sobre lo sucedido probaba que le estaban ocultando algo. Enfurecido y luchando con el deseo de arrancarles la verdad por la fuerza, Ras salió de la casa dando un sonoro portazo a sus espaldas. Se fue hacia el bosque y luego estuvo horas enteras recorriendo la orilla del lago. Finalmente se dio cuenta de que había perdido el tiempo volviendo a casa. Tendría que haber regresado a la zona donde había caído la criatura de los cabellos amarillos y seguir buscando su rastro.

  De todas formas, aquello tendría que esperar. Dentro de tres días, Bigagi dejaría salir de su jaula a Wilida, llevándola luego por el puente hasta la aldea, donde se celebraría la ceremonia de la boda, que duraba un día entero. Mañana por la noche Ras se introduciría en la islita sin que le vieran y se llevaría a Wilida. Cuando la tuviera oculta en un lugar seguro continuaría buscando al ángel, el demonio o lo que fuera.

  Volvió a la casa cuando sólo faltaba una hora para que anocheciese. Mariyam estaba cociendo pan en el horno de ladrillos que había en el porche. Yusufu apareció unos cuantos minutos después con una liebre a la que había matado de un flechazo. Los dos le saludaron pero después se quedaron callados, lo que no era nada habitual en ellos. Ras quería hablar, pero logró callarse haciendo un gran esfuerzo de voluntad. Al cabo de un rato Mariyam y Yusufu empezaron a ponerse nerviosos y hablaron de varias cosas, discutiendo por naderías, pero sin mencionar para nada la carta, los dos pájaros o la criatura de los cabellos amarillos.

  El rayo se convierte en piedra...

  y deja un cuchillo

  Ras estaba viendo cómo Mariyam salía de la cabaña con unas cuantas ascuas. Preparó un fuego en el brasero del porche y después ensartó la liebre en una vara de hierro que puso encima de las llamas.

  Hierro, pensó Ras. ¿De dónde ha sacado ese hierro? Tanto el brasero como los demás artículos de hierro habían estado siempre allí, pero hasta aquel momento no había empezado a hacerse preguntas sobre su origen.

  —¿Qué‚ has comido?—le preguntó Mariyam.

  —Un cerdo que maté hace varios días. Y una rata de agua que cogí ayer.

  Tanto Mariyam como Yusufu pusieron cara de disgusto. Ras sabía que a Mariyam no le importaba que hubiera comido cerdo, pero la rata era algo que le preocupaba. A Yusufu le daba asco la sola idea de comer cualquiera de esos dos animales.

  Y eso era extraño, muy extraño. Cuando era niño le habían animado a comer cualquier cosa que resultara comestible: gusanos, arañas, brotes de bambú, ratones..., cualquier cosa salvo la carroña. Aun así, sus padres se habían negado a probar casi nada de lo que Ras comía. En aquellos tiempos habían logrado ocultar su repugnancia, o quizá fuera que Ras no la había percibido. Pero ahora estaba dándose cuenta de muchas cosas raras que entonces había creído naturales.

  —Voy a nadar —dijo de repente—. Puede que luego vaya de pesca. Volveré a tiempo para comer.

  Ninguno de los dos protestó. Ras salió de la casa pero antes de irse miró hacia atrás. Sus padres estaban en el porche, muy cerca el uno del otro, con sus narices casi tocándose y sus labios moviéndose sin parar mientras agitaban las manos. Ah, así que estaban aún más preocupados que él pero, por alguna razón desconocida, no habían querido que lo supiese. Su relato y su carta les habían inquietado.

  Ras se encogió de hombros mientras atravesaba la penumbra de los grandes árboles entre los chillidos de monos y aves. Llegó al lago y estuvo nadando unos minutos. Cuando salió del agua vio a Kebbede, un chimpancé, que se alejaba corriendo con su cinturón de piel de leopardo y la vaina donde guardaba su cuchillo. Ras le persiguió pero el chimpancé‚ trepó por un árbol, gritando como un loco, y acabó perdiéndose en los niveles más altos del bosque. Ras no pudo hacer más que gritarle maldiciones y prometerle que se vengaría en muchos idiomas, pero sobre todo en árabe. El árabe poseía una amplia y hermosa gama de juramentos, obscenidades, insultos y torturas exquisitamente descritas.

  Cuando volvió a la casa le contó lo sucedido a sus padres. Mariyam dijo que indudablemente Igziyabher se encargaría de proporcionarle a Su hijo otro cuchillo igual al robado. Quizá lo hiciera muy pronto, ya que el cielo estaba cubriéndose de nubes. Igziyabher estaba enfadado por algo, y cuando se irritaba sudaba nubes y pasado un tiempo maldecía, creando el trueno y arrojando luego Sus cuchillos, que mientras bajaban parecían rayos.

  Antes del ocaso los grandes nubarrones negros ya habían rebasado el confín occidental de las montañas, moviéndose velozmente y trayendo con ellos el frescor de la helada piedra del cielo. Ras, sus padres y los animales se acurrucaron alrededor de la gran chimenea central. Cuando el viento empezó a soplar por la chimenea, la choza se llenó de humo, y todos empezaron a toser. Yusufu tosía y maldecía; escupió en el fuego, y el olor de la saliva al quemarse se mezcló con el del humo.

  Ras no tenía tanto frío como sus padres, dado que se había acostumbrado a dormir al aire libre incluso en invierno, no teniendo casi nada con que cubrirse. Pero estaba temblando por dentro; el hielo de lo desconocido y las amenazas del futuro eran como una piedra en su vientre.

  —¿De dónde vienen los cuchillos?—preguntó de repente.

  Yusufu gruñó y dijo:

  —Ya te hemos contado eso un millar de miles de veces, oh estúpido.

  —Y me habéis dicho un millar de miles de mentiras—dijo Ras. Sus ojos atravesaron la humareda para clavarse en los ojos de su padre, enrojecidos y llenos de lágrimas—. Si el Diablo es el Padre de las Mentiras, entonces tú eres el Diablo.

  —Y tú eres un hijo tan impertinente como desagradecido. Si no fueras tan grande como un elefante y yo no estuviera debilitado por mis años y por todas las enfermedades que me ha traído el preocuparm
e por ti, te azotaría hasta hacerte aullar más fuerte que la tormenta.

  El viento aumentó de potencia hasta convertirse en un agudo chirrido. El trueno retumbó en el cielo igual que si enormes pedazos de risco estuvieran desprendiéndose de los acantilados. Un rayo cayó cerca de la casa con un estruendo ensordecedor, y el aire lleno de humo se volvió blanco. Tanto Ras como sus padres dieron un salto.

  —Oh, madre—dijo Ras sin molestarse en ocultar su sarcasmo—, cuéntame de nuevo la historia de cómo Igziyabher le arroja cuchillos a la tierra y de que cada cuchillo es un relámpago.

  Mariyam le miró a través de la humareda con una expresión de abatida tristeza en el rostro.

  —Oh, hijo mío, es cierto. ¿Crees acaso que iba a mentirte, yo, tu madre? Cuando hay tormenta es que Igziyabher está enfadado. Se irrita porque Sus creaciones han pecado y desea asustarlas para que vuelvan al estado de la gracia. Y algunas veces mata a quienes se han mostrado especialmente ansiosos de pecar para darles un ejemplo a las demás.

  »Tú, hijo mío, y me apena decirlo, te has estado acostando con las negras mujeres de los wantso. Y a Igziyabher no le gusta eso.

  Ras, jadeando por el esfuerzo de contener su rabia, se puso en pie, miró a su alrededor, y le dio tal patada a la puerta que la caña de bambú que servía para mantenerla cerrada se partió en dos. El viento y la lluvia entraron repentinamente en la habitación. El rayo volvió a estallar y tiñó de blanco el aire. Yusufu y Mariyam gritaron de terror.

  —¡No he sido malo!—gritó Ras—. ¿Acaso he hecho algo que los demás no hagan? ¿Por qué debo sufrir cuando Yusufu y los hombres de los wantso y todos los machos del mundo tienen una pareja? ¿Por qué?

  Agitó su puño ante la aullante negrura del exterior. Mariyam dio un grito y corrió hacia él, rodeando su muslo con sus minúsculos brazos.

  —¡Igziyabher te tiene reservada una mujer blanca! Quiere que tomes por esposa a una mujer de tu propia raza. ¡Por eso te prohibe que vayas con esas negras!