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Lord Tyger Page 2
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Una flecha se clavó en la corteza del tronco cerca de Ras. Se puso en pie y lo rodeó para protegerse con su masa. Como no deseaba verse estorbado por la flauta, la puso en un pequeño hueco donde se encontraban el tronco y una rama. Después se metió el cuchillo entre los dientes y corrió a lo largo de la rama. La rama era muy larga y se extendía lo bastante sobre el río como para que le fuese posible recorrer por lo menos unos doce metros antes de doblarse hasta tal punto que le fue imposible seguir manteniendo el equilibrio sobre ella.
Una lanza pasó volando junto a él. Una flecha silbó tan cerca de su cuerpo que Ras decidió que sería mejor apresurarse. Saltó de la rama, cayó casi diez metros y hendió limpiamente las aguas del río. Nadó hacia arriba tan deprisa como le fue posible pero no salió a la superficie. El río seguía estando lo bastante limpio como para que los wantso pudieran verle por debajo del agua; todavía no se había oscurecido a causa del fango. Tendría que seguir sumergido hasta que pudiera salir por un punto donde no le esperasen, y los wantso tendrían que ser rápidos con sus flechas y lanzas.
Bajo él, a su izquierda, había algo muy grande que se le acercaba rápidamente, algo demasiado borroso para ser identificable, aunque Ras sabía que era un cocodrilo. Ras luchó contra el pánico y siguió nadando hasta que la mancha borrosa se hizo claramente identificable. Otra silueta apareció detrás de ella.
Entonces Ras salió a la superficie, tragó aire y vio a los hombres que le apuntaban con sus flechas y enarbolaban sus lanzas antes de arrojárselas. El cocodrilo más próximo se lanzó hacia él. Ras volvió a sumergirse, dio unas cuantas brazadas y luego emergió nuevamente a la superficie. Había calculado el momento a la perfección.
Aunque la mayor parte de lanzas y flechas habían rebotado en su cuerpo, el cocodrilo había recibido un lanzazo justo detrás de la mandíbula y ahora estaba dando vueltas sobre sí mismo, agitando las patas y la cola, con su negra sangre llenando el agua a su alrededor.
El segundo cocodrilo estaba dirigiéndose hacia la fuente de la sangre. Ras se alejó un poco, volvió a sumergirse, nadó, subió a buscar aire, se sumergió, nadó, subió a buscar aire y se quedó en la superficie. Seguía siendo posible que le acertaran con una flecha, pero tendría que ser un tiro muy afortunado, y en realidad Ras no creía que la muerte fuera capaz de tocarle.
Trepó por la orilla y, de un salto, se refugió en la espesura. Una flecha se enterró en el suelo cerca de él, dejando un agujero de contornos irregulares en una hoja de taro. Riendo, Ras se deslizó velozmente detrás de un árbol. En su interior había un pequeño sol que le calentaba y le hacía cosquillas en los nervios. Qué delicioso era todo esto; qué gran forma de vivir.
Cuando Ras cumplió los nueve años hacía ya tiempo que Mariyam y Yusufu habían dejado de intentar que les obedeciera. Hasta entonces, al menos uno de los dos había insistido en que estuviera siempre allí donde pudieran verle, pero aun así Ras solía alejarse de ellos, incluso sabiendo que le darían una paliza cuando regresara.
Sus continuas órdenes le irritaban, y creía saber lo bastante sobre los leopardos y las serpientes venenosas como para cuidar de sí mismo. Si estaba en el suelo, se limitaba a salir corriendo hasta que las cortas y arqueadas piernas de Yusufu no podían seguirle y se quedaba sin aliento. Si estaba en los árboles, no podía alejarse tan fácilmente, porque Yusufu era tan ágil como él.
Sin embargo, y dado que Yusufu no estaba dispuesto a correr tantos riesgos como Ras, no tardaba en rendirse y abandonar la persecución, dedicándose a lanzar juramentos y amenazas en amárico, árabe y swahili a las que Ras no hacía caso alguno. Ras se sentía un poco culpable porque amaba a sus padres y no deseaba causarles preocupaciones, pero todavía deseaba más el ser libre.
Yusufu siempre estaba diciéndole que no hiciera esto o aquello, que no se acercara a tal sitio o que tuviera cuidado con una cosa o con otra. Ras tenía la sensación de que las palizas recibidas a su vuelta bastaban para compensar toda posible culpabilidad, y lo cierto es que las alegrías obtenidas de sus vagabundeos en solitario eran mayores que el dolor del látigo.
Ras recorría toda la extensión de terreno que había entre los acantilados y el lago del norte y los riscos del este y el oeste, terminando en el límite de la meseta. Pero en aquellos tiempos jamas bajaba de la meseta. La jungla que había bajo ella parecía tan siniestra como le habían dicho que era Mariyam y Yusufu. Además, la única vez que cedió a su curiosidad y empezó a bajar por los acantilados el Pájaro de Dios le había detenido.
El Pájaro siempre había estado por aquellos lugares, al menos que Ras pudiera recordar, pero ésta era la primera vez que mostraba algún interés hacia él. Antes siempre había pasado volando por el cielo en alguna misión misteriosa o había estado inmóvil sobre Ras durante un tiempo para marcharse después.
El Pájaro de Igziyabher, o Dios en su otro idioma, no se parecía a ningún otro pájaro, aunque los otros pájaros también habían sido creados por Igziyabher. Si debía creer a su madre, Mariyam, este Pájaro había sido creado especialmente mucho después de la creación del mundo. Se encargaba de vigilarlo, y su misión especial era mantener vigilado a Ras en nombre de Igziyabher. Dentro de su vientre había un ángel, o eso se le había dicho a Ras.
Era mayor que cincuenta águilas pescadoras juntas y su cuerpo se parecía un poco al de un pez deforme. Parte de ese cuerpo reflejaba la luz solar; los rayos rebotaban en ella igual que en el espejo de Ras. Tenía las patas rígidas, suspendidas bajo el vientre, y sobresalían un poco a los dos lados de su cuerpo. Sus garras eran muy extrañas: tenían forma redondeada, y jamás se abrían.
Sus alas estaban unidas a un hueso que asomaba por encima del Pájaro, y las alas daban vueltas tan aprisa que Ras sólo podía distinguirlas como una mancha borrosa, y emitían un continuo chop-chop-chop.
El Pájaro apareció en el cielo cuando Ras ya había recorrido una cuarta parte del risco donde terminaba la meseta. Ras alzó los ojos hacia él y luego no le hizo caso, pero el Pájaro se colocó justo encima suyo y después empezó a bajar hacia él. Su ruido le ensordeció, y el viento de sus alas era muy fuerte. Ras, aterrorizado, se pegó al acantilado mientras el Pájaro se mantenía inmóvil, suspendido a unos quince metros del acantilado.
El cuerpo del Pájaro era hueco (daba la impresión de no tener corazón, pulmones o entrañas), y dentro del cuerpo había dos ángeles. Los dos tenían rostros de color escarlata que parecían máscaras. Sus cuerpos estaban cubiertos con alguna clase de materia marrón, pero sus manos y sus cuellos eran de color rosado. Uno estaba sentado en la parte delantera del vientre y el otro, de pie y algo más atrás, sostenía una caja negra con un ojo ciego que apuntaba a Ras.
Un instante después, el ángel de la caja la dejó y le hizo una seña a Ras para que volviera a subir por el acantilado. Ras estaba demasiado asustado para desafiarle, y volvió a subir tan aprisa que en un momento dado estuvo a punto de resbalar. El Pájaro le fue siguiendo, manteniéndose muy arriba, hasta que Ras hubo recorrido todo el camino hasta casa.
Había tenido intención de no decirle nada sobre el Pájaro a sus padres, pero ellos lo sabían todo acerca del Pájaro, y fue entonces cuando Ras se preguntó si no sería cierto que Igziyabher hablaba con ellos, tal y como afirmaban sus padres.
El día en que cumplió nueve años le dijeron que podía bajar de la meseta, pero que no debía alejarse a una distancia que no le permitiese regresar antes de que anocheciera.
—¿Por qué se me permite hacer esto ahora? —preguntó Ras.
—Porque así está escrito.
Yusufu siempre decía eso. Porque está escrito. Porque no esta escrito.
—¿Escrito dónde?
—En el Libro.
Yusufu nunca decía más que eso.
Cuando partió en su primer viaje, Mariyam lloró y le abrazó, suplicándole que no lo hiciera. Era su bebé, su niño precioso; si moría, también ella moriría. Lo que debía hacer era quedarse en casa y estar siempre con ella, donde se encontraría a salvo.
Yusufu, gruñendo, dijo que el chico debía converti
rse en hombre. Además, Estaba Escrito. Pero, aun así, Yusufu tenía lágrimas en los ojos e insistió en acompañarle hasta donde empezaba el bosque. Cuando llegaron a la llanura, que se extendía durante varios kilómetros antes de perderse entre la espesura de los árboles, Yusufu examinó el armamento de Ras. Ras llevaba el gran cuchillo que había encontrado en la cabaña del lago, una cuerda, un carcaj con diez flechas y un arco, y en su cinturón llevaba también una bolsa hecha con piel de antílope dentro de la que había un espejito, una piedra para afilar el cuchillo y un peine de carey.
—Podría haber permitido que descubrieras a los wantso por ti mismo—dijo Yusufu con el ceño fruncido—, y quizá tendría que haberlo hecho. Pero no has visto jamás a ningún otro ser humano... Eres el único humano que conoces y no te conoces a ti mismo, por lo que debo advertirte: los wantso son peligrosos e intentarán matarte, por lo que no debes acercarte a ellos abiertamente, esperando que te quieran tal y como te queremos yo y tu madre.
»Cruza la jungla con tanta cautela como si estuviera llena de leopardos, lo cual es cierto, dicho sea de paso. Oírás a los wantso desde lejos, y te esconderás y te acercarás a ellos sin que te vean. Obsérvalos cuanto te plazca, pero no permitas jamás que lleguen a enterarse de tu presencia. Si lograsen capturarte con vida te matarían o te harían cosas aún peores.
»Tienes una ventaja. Los wantso quizá crean que eres un fantasma, dado que jamás han visto a una persona de piel blanca. Creen que los fantasmas tienen la piel pálida y puede que tengan razón, dado que yo jamás he visto a ninguno. Pero tú no eres ningún fantasma. Ellos no lo saben, por lo que si huyen al verte no debes seguirles.
Yusufu le abrazó. Ras estaba muy emocionado, aunque no pudo evitar darse cuenta de que su padre ya no era tan alto como él. ¡Qué pequeño resultaría cuando su hijo hubiese crecido del todo!
Ras le besó y después echó a correr, con un nudo de lágrimas en la garganta. Cruzó la jungla y después bajó por los acantilados. Esta vez no hubo ningún Pájaro de Igziyabher. En aquel punto el río se dividía en dos cataratas que volvían a confundirse al pie de los acantilados. Ras fue siguiendo los meandros del río hasta el anochecer. Durmió en un nido que se hizo en la copa de un árbol, mató a un monito y se lo comió después de asarlo en una pequeña hoguera. Siguió avanzando y unas cuantas horas más tarde, oyó voces.
Jamás llegaría a olvidar la emoción que sintió al oír voces desconocidas. Avanzó cautelosamente hasta ver las empalizadas de la aldea, al otro lado del río. Trepó a un árbol y observó durante un rato a los wantso. Luego bajó del árbol y cruzó el río a nado hasta llegar a un sitio donde la pendiente de la orilla y lo espeso de los arbustos lo mantendrían oculto. Trepó a otro árbol y observó a las mujeres que trabajaban los campos, así como a sus hijos.
El asombro y la curiosidad, mezclados con un poco de miedo, le hacían temblar. Aunque sus padres le habían dicho que los wantso eran negros, que tenían el pelo rizado y eran unos monstruos horribles, apenas medio humanos, él los veía de otra forma. No eran tan negros como «el culo de un buitre», según la expresión de su padre, tan oscura como la suya, aunque tenía el cabello lacio y una nariz parecida al pico de un águila pescadora y labios tan delgados como los del leopardo. El rizado cabello de los wantso ya resultaba fascinante por sí solo: era tan retorcido y complejo como su siniestro carácter cuando lo describía Yusufu. Sus narices eran anchas y algo aplastadas, con las fosas nasales tan abiertas, como si estuvieran jadeando continuamente para tragar su última bocanada de aire. Tenían los labios muy gruesos.
Yusufu se parecía un poco a ellos, pero era mucho mas bajo que ninguno de los wantso, salvo los niños, naturalmente. Y los wantso no tenían las relativamente enormes cabezas de Yusufu y Mariyam, así como tampoco sus brazos cortos y sus piernecitas arqueadas. Además, Yusufu tenía una barba muy negra y rizada que le llegaba hasta las rodillas pero los wantso no tenían vello alguno en el rostro.
Ras tenía la piel levemente atezada y su color se volvía tan pálido como el de un pescado en el cuello, allí donde lo tapaba su cabellera, larga hasta los hombros. Había visto su cara en el espejo que su madre le había dado un año antes, y gracias a ello sabía que no tenía ningún parecido con sus padres. De hecho, cuando se vio por primera vez en el espejo sintió miedo y repugnancia. Siempre había pensado que era igual que Yusufu, salvo por la piel y la barba, claro está. ¡Pero aquellos ojos grises tan enormes, y la nariz y los labios delgados...!
Después acabó acostumbrándose a unos cuantos de esos rasgos porque, pensándolo bien, sabía que su nariz era un poco parecida a la de su madre (aunque recta, no curvada), y sus labios eran como los de ella, aunque no tan delgados.
Ese día —el día del espejo, tal y como lo había llamado después— fue el día en que empezó a dudar seriamente de que fuera hijo de Yusufu y Mariyam. Al mismo tiempo, también había empezado a dudar de que fueran monos. Si lo eran, no eran monos como los chimpancés y los gorilas. Había empezado a hacerles preguntas, y no paró de hacerlas pese a sus evasivas y amenazas, y pasados seis meses, Mariyam acabó rindiéndose y respondió a unas cuantas de esas preguntas. Le dijo que Yusufu no era su auténtico padre. Yusufu se había convertido en compañero de Mariyam después de que Ras naciera.
Jamás llegó a admitir que Ras no fuera hijo suyo, y pese a todo el martilleo verbal a que éste la sometió siguió afirmando que le había concebido, le había llevado en su seno y había acabado dándole a luz. Pero una noche, mientras Yusufu estaba de pesca, le confesó que el padre de Ras era Igziyabher.
Ras jamás había llegado a comprender cómo era posible que Dios fuera su padre. Mariyam le había llegado a contar tantas historias contradictorias sobre cómo quedó embarazada que Ras ya no intentaba obtener de ella una historia lógica, consistente y creíble. Al menos, no de momento.
En cuanto a Yusufu, se limitaba a decir que no era él quien había engendrado a Ras. Pero le amaba más de lo que habría amado a su propio hijo, porque Ras era alto y tenia la cabeza del tamaño adecuado, así como brazos y piernas de la longitud correcta, y porque era hermoso. Pero deseaba que Igziyabher se hubiera llevado a Mariyam con Él, en vez de hacerla compañera de Yusufu.
—Ni Dios habría sido capaz de aguantar la lengua de esa mujer que nunca se está quieta. ¡Y su genio...! ¡Igual que el de una camella con estreñimiento a la que apartan de los machos durante la temporada de celo!
Ras no era capaz de captar gran parte de esa metáfora. Jamas había visto a un camello en carne y hueso, aunque recordaba una imagen suya que había en un libro de la cabaña junto al lago. Yusufu afirmaba que en su mundo hubo camellos, pero que ahora todos estaban muertos.
—Y es una suerte para ti, hijo mío, porque así nunca tendrás que oler a uno.
Ras, oculto en la hierba, había pensado en todo aquello mientras vigilaba a los wantso estremeciéndose por la curiosidad y el miedo. Una parte de su ser, la más grande, estaba concentrada en los wantso; una parte más pequeña estaba escuchando, olisqueando y observando la jungla tanto detrás suyo como a los lados, buscando peligros; otra tercera parte de su ser estaba con sus padres y podía verles y oír sus voces igual que si estuvieran ahora mismo a su lado. Y una cuarta parte pensó brevemente en aquel Ras de tres partes, en cómo su mundo se doblaba sobre sí mismo de tal forma que cuanto había sucedido estaba sucediendo al mismo tiempo que ocurrían varias otras cosas tanto dentro como fuera de él.
Y entonces las cuatro o cinco partes de su ser se desvanecieron para convertirse en una, y esta parte se unió totalmente con lo que había ante sus ojos, hasta lo más profundo y oscuro de él mismo, carne y fantasma.
Durante su primer día de espionaje no hizo ningún intento de aproximarse a los wantso. En sus diez visitas siguientes se mantuvo oculto. Cada una de las visitas había estado separada por una semana entera, pues Ras no quería que sus padres se preocuparan demasiado. Aun así, los wantso estaban tan lejos que no podía ir de su casa a su aldea, observarles durante varias horas y luego viajar tan rápidamente como osaba hacerlo volviendo antes del anochece
r. Siempre encontraba a Yusufu y Mariyam mirando por las ventanas o en el porche de la casa del árbol. Siempre le reñían y él siempre intentaba escapar a la azotaina contando que había debido subirse a un árbol por culpa de un leopardo o que se había retrasado porque intentaba cazar una presa que, desgraciadamente, se le había escapado. Y siempre acababa siendo azotado, y si encogía el cuerpo o chillaba al ser golpeado por el látigo recibía unos cuantos azotes extra.
De repente, el día en que cumplió once anos, Yusufu y Mariyam le dijeron que podía estar fuera de casa toda la noche o tanto tiempo como le apeteciera. No logró comprender por qué habían cambiado de parecer, y Mariyam acabó diciéndole que era Igziyabher quien había dado su permiso.
Mariyam daba la impresión de hablar directamente con Dios. Ras pasaba gran parte de su tiempo espiándola, pues tenía la esperanza de verla conversando con Dios cara a cara. Pero siempre se llevó una decepción. Cuando Ras no estaba presente, Mariyam sólo hablaba con Yusufu o consigo misma.
Así pues, Ras empezó a salir durante varios días seguidos o incluso una semana entera cuando le venía en gana, cosa que sucedía frecuentemente. Exploró toda la parte sur de la meseta, llegando hasta el punto donde el río se convertía en el Pantano de las Muchas Patas. Construyó una balsa para cruzar el pantano, pero justo cuando iba a echarla al agua una víbora le mordió en el tobillo.
En aquella ocasión Ras estuvo a punto de morir. Se quedó tendido sobre la balsa, a la que ya había saltado, y sufrió un dolor parecido al que producirían las hormigas arrastrándose por sus venas y sus arterias, aguijoneándole con cada paso que daban, como si al final hubieran acabado entrando en su cabeza y le estuvieran comiendo el cerebro. Pasado un tiempo su corazón empezó a latir con un redoble agónico, como el de un tamborilero mandando un mensaje de terror. Ras, paralizado, sólo podía pensar en el dolor, en que cualquier fiera podía devorarle mientras estaba indefenso, y en cómo sufrirían sus padres si no regresaba nunca.