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Lord Tyger Page 5


  Ahora ya nadie se interponía en el camino de Ras; no creía que ninguno de los dos estuviera lo bastante atento para verle si iba por entre las chozas siguiendo el camino más largo hasta la casa de Wilida. El bulto de dos espaldas medio oculto en las sombras, ese bulto que eran Jabubi y Seliza, el aliento jadeante que brotaba de las fosas nasales contorsionadas, los ruidos de succión, tragar saliva y carne chocando contra carne nocturna, las risitas y los gemidos que brotaban de la punta de la columna vertebral e iban subiendo hasta salir medio ahogados de entre los labios..., todo eso había excitado

  a Ras de tal forma que su pene se había erguido y latía sordamente. Pero en vez de correr hacia Wilida, su pene, igual que la nariz de un leopardo hambriento se vuelve hacia un antílope, pareció hacerle girar hacia Seliza, y una vez orientado en tal dirección se vio arrastrado hacia ella, aunque aquel sentimiento que le invadía era tan repentino y potente que quizá sería mejor decir que se vio llevado por los aires y no arrastrado.

  Fue deslizándose hasta quedar detrás de Jabubi, que ahora estaba apoyado en las rodillas, a punto de inclinarse sobre Seliza, y Ras apenas si pudo contener un sollozo de puro éxtasis. Seliza había levantado las piernas para pasarlas sobre los hombros de Jabubi.

  Ras le golpeó en la nuca con la empuñadura de su cuchillo. Jabubi gruñó y empezó a desplomarse hacia adelante; Ras le apartó a un lado de un empujón y montó sobre Seliza, poniéndole una mano encima de la boca antes de que ella pudiera gritar. Seliza temblaba igual que un torrente de fango un segundo antes de caer por el acantilado, y tenía los ojos tan abiertos que Ras pudo distinguir el blanco de éstos incluso en la oscuridad de aquel lugar. Pero Seliza no intentó luchar o huir. De repente el blanco de sus ojos desapareció. Había cerrado los párpados. Su cuerpo pareció encogerse sobre sí mismo, convirtiéndose en un fláccido montón de carne.

  Se había desmayado.

  Ras logró controlarse el tiempo suficiente para asegurarse de que Jabubi seguía inconsciente. Jabubi estaba tendido sobre su flanco derecho, la boca abierta y respirando profundamente. Un instante después Ras ya estaba sobre Seliza, y en unas pocas embestidas tuvo un orgasmo.

  Era el primero de su vida, la culminación final de tantos instantes en los que casi había llegado a derramar su chorro, y durante unos segundos Ras no fue capaz de pensar ni en posibles enemigos ni en ninguna otra cosa. En ese momento cualquier persona podría haberle atacado sin temor a que se defendiera.

  Seliza empezó a recobrarse de su desmayo justo cuando Ras empezaba a ser nuevamente dueño de sí mismo. Ras le habló en voz muy baja, diciéndole que si seguía callada no se la llevaría a la Tierra de los Fantasmas.

  Es posible que parte de la sorpresa y el miedo fueran amortiguados por el hecho de que Ras no era algo totalmente desconocido o inesperado. Hacía por lo menos un año que los wantso hablaban del niño-fantasma con el que jugaban sus hijos, y ya le habían visto fugazmente algunas veces durante el día y, en una ocasión, también de noche. Los adultos sabían que el niño-fantasma no le había hecho ningún daño a sus hijos y jamás había amenazado a nadie. Casi había llegado a ser algo familiar.

  Por eso, y aunque el corazón de Seliza hacía el mismo ruido que las patas de un conejo al golpear la tierra reseca cuando le persigue una civeta, el susto no fue tan grande como para que llegara a detenerse. Ras, que aún no había salido de ella, empezó a moverse hacia atrás y hacia adelante, y Seliza, con su terror un poco más distante a cada embestida, también empezó a moverse con él. Quizá pensara que si hacía feliz al Chico-Fantasma éste no le haría daño.

  Fueran cuales fuesen sus razones, sus actos parecían ser totalmente sinceros, y después de que su segundo orgasmo le hubiera sacudido igual que hace un perro con una rata para matarla, Ras se dio cuenta de que Seliza le había hecho unos profundos arañazos en la espalda durante su propio éxtasis.

  Jabubi empezó a gemir con más fuerza y se agitó levemente. Ras volvió a golpearle, esta vez en la sien, y se volvió hacia Seliza. Había pensado que intentaría escapar mientras él estaba ocupado con Jabubi, pero en vez de eso Seliza se había acostado en el suelo y, cuando hubo terminado con Jabubi, alargó los brazos hacia él.

  Después le contó por qué. Tenía tantas ganas de encontrar a un hombre que pudiera tener una erección completa que durante unos momentos había olvidado su terror a los fantasmas o, al menos, había sido capaz de prescindir de él. No sabía lo que Ras pretendía hacer con ella en cuanto hubiera terminado, pero de momento, y especialmente porque de todas formas no podía hacer otra cosa, le aceptaba con un gran placer. Sus repetidas garantías de que no le haría ningún daño ayudaron a calmar sus temores.

  Esa noche Ras no visitó a Wilida. Le daba miedo dejar a Seliza y quedarse dentro de la empalizada porque podía dar la alerta al poblado. O, aunque no dijera nada, siempre era posible que Jabubi se pusiera a gritar en cuanto recobrara el conocimiento, así que se quedó unas cuantas horas más con Seliza. Necesitó unos minutos para atar las manos y los pies de Jabubi con su cuerda, y le amenazó con cortarle la lengua si chillaba. Jabubi, los dientes castañeteando de miedo hacia el Chico-Fantasma, le prometió que no diría nada.

  Ras le recordó que lo pasaría bastante mal explicando qué hacía debajo de la Gran Casa.

  A Seliza no le gustaba que Jabubi les observase, así que se pusieron detrás de un poste donde el otro no podía verles. Y, cuando Ras decidió que debía marcharse antes de que hubiera demasiada luz para poder escapar a la vigilancia de los centinelas, le dio otro golpe a Jabubi y le desató. Sentía pena por él; esperaba no haberle hecho demasiado daño. Pero aquella noche habría sido capaz de matarle con tal de estar junto a Seliza.

  Ese día Jabubi armó un gran escándalo, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Cuando se quejó de que estaba enfermo tanto su mujer como otras personas se fijaron en los chichones que tenía en el cuello y en la cabeza. El viejo Wuwufa acudió para agitar sus amuletos ante él, rociando su cuerpo con polvos y recitando encantamientos. Después de haber oído la historia que Jabubi le contó sobre cómo unos demonios le habían dado una paliza en sueños, le sometió a un exorcismo. Esto resultó todavía más doloroso para

  Jabubi que los golpes de Ras; tuvo que beber una poción para expulsar cualquier residuo maligno que los moradores de la noche pudieran haber dejado dentro de él.

  Así empezaron las relaciones de Ras con casi toda la población femenina adulta del poblado. Después de aquello se reunió muchas veces con Seliza en la espesura. Si aún pensaba que era un fantasma, Seliza se dijo que no pretendía hacerle daño alguno. Al contrario, le estaba haciendo más bien que ninguna otra persona de las que había conocido en toda su vida, ya que no había sido mutilado por el salvaje cuchillo de pedernal durante los ritos de circuncisión de los wantso.

  Seliza tenía labios gruesos y le encantaba utilizarlos, por lo que era inevitable que acabase haciéndole confidencias a una amiga suya. Seliza no tenia miedo de que Pamathi la traicionara, enviándola a la prueba de los látigos y las espinas.

  Pamathi era tan culpable de adulterio como ella, aunque no con los mismos hombres. Al oírla, Pamathi se quedó horrorizada, pero también sintió una gran curiosidad, y convenció a Seliza para que la dejara observar a la pareja desde detrás de un árbol.

  Seliza no le había dicho nada a Ras sobre lo que había acordado. Sin embargo, Ras se dio cuenta de que Pamathi estaba escondida allí. Antes de reunirse con Seliza siempre exploraba cuidadosamente la zona desde lo alto de varios árboles. y de esa forma supo que Seliza iba acompañada de Pamathi. Cuando se encontraron por segunda vez se esfumó repentinamente y, antes de que Pamathi se diera cuenta de lo que estaba pasando, se vio cogida por detrás.

  Después de aquello, las dos mujeres fueron a verle juntas y se turnaron.

  Mientras tanto, Ras no lograba ver a Wilida. De día la vigilaban demasiado estrechamente y de noche sus esfuerzos por introducirse en su casa se veían obstaculizados por sus encuentros con las mujeres adultas, que daban la impresión de estarle esperando debajo de cada casa y no le de
jaban ni un momento libre. Y Ras no era capaz de negarse a sus peticiones..., al menos, no al principio. Una noche en que logró esquivar a las esposas casi consiguió que le mataran. Jabubi, el padre de Wilida, debió despertarse por casualidad, o quizás hubiera estado montando guardia cada noche desde que Ras interrumpió su sesión con Seliza. Era una noche sin luna y Ras estaba empezando a cruzar la cortina de la puerta, el corazón palpitante por la idea de ver a su amada Wilida y la piel cubierta de un sudor frío, cuando oyó una exclamación ahogada dentro de la choza y al mismo tiempo vio, o creyó ver, una masa más negra que la oscuridad de la cabaña, con lo que apenas si tuvo tiempo de poner las dos manos en el suelo y salir de la vivienda dándose un rápido empujón hacia atrás. Algo se estrelló con un choque apagado contra la pared de bambú cerca de la entrada (probablemente una lanza), y después Jabubi lanzó un grito. Ras huyó mientras la aldea iba despertando a su alrededor. Trepó por la pared de la casa de Wuwufa, llegó al tejado y de allí pasó a la rama del árbol, saltando al suelo una vez estuvo fuera de la empalizada.

  Aquella vez Ras fracasó, al igual que muchas otras. pero aun así su ocasión de estar junto a Wilida llegó cuando ella estaba más vigilada y tenía menos libertad de movimientos que nunca.

  Entre los doce y los catorce años Ras había espiado muchas de las ceremonias de circuncisión que se realizaban cuando los chicos cumplían los trece años de edad así como había visto también los ritos en los que se amputaba el clítoris a las chicas de doce años. Se suponía que ambos rituales eran secretos: se celebraban en la jungla, al pie de las montañas del este. Ninguna mujer podía acercarse al sitio donde se realizaba la ceremonia de los chicos, y ningún hombre podía aproximarse a la de las chicas. Cualquier persona a la que se sorprendiera espiando sin estar autorizada para ello habría sido despedazada por las uñas y los dientes de los ofendidos hombres y mujeres que asistían a los ritos.

  Pero Ras no tuvo ningún problema para observar las ceremonias desde lo alto de los árboles o entre los matorrales, muy cerca de los participantes y sin que quienes vigilaban se dieran cuenta de ello. Acabó estando muy familiarizado con las palabras y cánticos de los ritos, así como con sus gestos, el arrancar del prepucio, las heridas que se practicaban en la piel del pene para causar grandes cicatrices y la amputación de la punta del clítoris.

  Ninguno de los dos rituales le parecía tener el más mínimo sentido; le dolían casi tanto como a las víctimas, y cuando Sutino, su compañero de juegos, sufrió una infección como resultado de la ceremonia y murió entre convulsiones dos semanas después, Ras sintió una gran rabia.

  Además, no lograba imaginar ninguna razón por la que un chico se sometiera voluntariamente a una práctica que le dejaría convertido en un medio hombre para todo el resto de su vida sin haber llegado nunca a ser un hombre entero. Los niños le habían explicado que ésa era la costumbre. Bigagi, que sobrevivió a las heridas y los cortes, jamás le dijo cuál era su opinión sobre la costumbre, a menos que haberle arrojado una lanza a Ras ya fuera por sí solo un comentario suficiente.

  Un año después de que Wilida y dos de sus amigas hubieran sido iniciadas como mujeres adultas, se las colocó en jaulas de bambú colgadas de las ramas de unos árboles situados a un kilómetro y medio de la aldea y allí vivieron durante seis meses, cada una en su propia jaula, a tal distancia una de otra que podían oírse pero no verse. Las ancianas se encargaban de vigilarlas, les daban de comer y las bañaban una vez al día cuando bajaban las jaulas y dejaban que las chicas salieran de ellas durante unos minutos. Las ancianas pasaban el día y la noche dándoles consejos..., los suficientes para el resto de sus vidas.

  Ras, al escucharlas, aprendió más cosas sobre los wantso de las que nunca había llegado a imaginar pudieran existir.

  Cada cuatro días las madres de las chicas les hacían una visita y, acuclilladas bajo las jaulas, se encargaban de comunicarles a gritos todas las noticias y los cotilleos del poblado. En algunas ocasiones también recibían la visita de otras mujeres, pero durante la mayor parte del tiempo las chicas se encontraban solas, tristes y asustadas.

  Los leopardos se dedicaban a vagar por debajo de ellas y algunas veces subían a las ramas para saltar luego sobre las jaulas, intentando meter las garras por entre los barrotes. Entonces las chicas gritaban y las viejas centinelas, a salvo en sus chozas del suelo, se dedicaban a gritarles a los leopardos.

  A Ras le daba pena que Wilida fuera tratada de forma tan cruel, y algunas veces eso le enfurecía mucho. Pero olvidó casi toda su furia cuando descubrió que la situación, aunque mala para las chicas, era buena para él. Y, en ciertos aspectos, también era buena para las chicas. Cuando estuvo seguro de que las viejas se habían encerrado en sus chozas para pasar la noche, trepó por el árbol, fue a cuatro patas por la rama y, después de llamar en voz muy baja a Wilida para que no le confundiera con un leopardo, se deslizó por una de las gruesas cuerdas hechas con fibras vegetales de las que estaba suspendida la jaula. Después deshizo los nudos que ataban la puerta y entró en ella.

  Wilida se alegró mucho de verle porque ahora al fin tenía a alguien con quien hablar y hacer el amor, alguien que le diese calor y la protegiera de los leopardos. Sin embargo, perdió la exclusividad de su compañía en cuanto le dijo lo solas que se encontraban las otras chicas. A partir de entonces Ras pasó algunas noches con Fuwitha y Kamasa, y al mismo tiempo también visitaba a unas cuantas mujeres en la espesura o incluso llegaba a introducirse en la aldea para celebrar citas bajo los suelos de las cabañas.

  En aquella época sus padres estaban preocupados por él debido a que siempre estaba muy pálido, daba la impresión de haber perdido peso y tenia bolsas oscuras debajo de los ojos, a igual que «pequeños murciélagos cansados durmiendo cabeza abajo suspendidos de su párpado inferior», tal y como decía Yusufu.

  Así fue como Ras llegó a descubrir que los seis meses que las chicas pasaban en las jaulas eran una época de felicidad para él. Pero, cuando Wilida le dijo que el período de prisión terminaría pronto, volvió a sentirse desgraciado. Peor aún, Wilida se casaría con Bigagi a finales de año y pasaría ese tiempo intermedio en la casa de su madre, siguiendo con los trabajos necesarios para mantener el hogar. Después sería colocada en la jaula de la novia que había en la islita, al oeste de la aldea, y Bigagi se encargaría de

  montar guardia ante la jaula. Cuando hubieran pasado dos noches y un día, se celebraría la boda.

  Ras le suplicó que viniera con él a su país, y le juró que allí sería feliz.

  Wilida se negó a marcharse. Sí, le amaba, pero también amaba a sus padres, su gente y su aldea. Si tenía que abandonarles, se moriría.

  Pero Ras aún podría verla, hablar con ella y hacerle el amor de vez en cuando. Siempre que tuviera un poco de tiempo y energía sobrante que dedicarle, añadió ella sarcásticamente.

  Ras contestó que no deseaba verla en semejantes condiciones. Quería vivir libremente con ella. Y, si se marchaba con él, le prometía que jamás volvería a visitar a ninguna mujer de los wantso.

  Wilida siguió diciendo que no, y llegó un momento en el que Ras dejó de suplicarle, abandonando también sus fantasías de llevársela con él. Wilida hablaba muy en serio al decir que moriría si se la separaba de su tribu.

  Aun así, Ras estaba irritado y no lograba renunciar del todo a ella. Una vez que Wilida fue introducida en la jaula de las novias y Bigagi empezó a montar guardia ante ella, Ras no tuvo más remedio que mostrarse al descubierto, aunque guardando una cierta distancia, y desafiar burlonamente a los hombres de los wantso. Tenía que hacerlo; su esperanza era que ocurriera algo gracias a lo que él y Bigagi pudieran pelear, y entonces mataría a Bigagi. Pero, al mismo tiempo, no deseaba que eso ocurriera.

  También quería matar a Wilida, y no quería matarla.

  Y ahora le habían echado de la aldea y estaba oculto detrás de un arbusto, pensando en ir a nado hasta la isla en cuanto llegara la noche, pensando en vencer a Bigagi y hacer el amor con Wilida, a la que luego sería capaz de matar, tan enfadado estaba con ella...
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br />   Llegó la noche... Oyó un sonido distante, parecido al que hacían las alas de un murciélago en la oscuridad. El ruido fue aumentando rápidamente de potencia y luego se convirtió en una especie de zumbido, como si alguien estuviera haciendo girar una lanza hasta que el silbido de su punta metálica abriéndose paso por el aire fuera tan fuerte que lo cortara en pedazos. Chut-chut-chut. Y bajo aquel sonido había otro más grave, casi un rugido, algo que acabó haciéndose tan fuerte que casi apagó el primer ruido.

  Era el Pájaro de Dios, y el Pájaro no tardaría en estar encima de él.

  Pájaros en llamas

  El Pájaro de Dios siempre había estado por allí. Anidaba en lo alto del pilar de piedra negra que brotaba en mitad del lago y que casi llegaba hasta el cielo. A veces pasaban los días, llegando incluso a meses enteros, y Ras se preguntaba si volvería, y entonces oía el débil chop-chop-chop de sus alas giratorias y lo veía aparecer en el cielo. El Pájaro se hacía cada vez más grande, se paraba suspendido encima del pilar de piedra, y luego se esfumaba para ir a su nido oculto.

  Entre cada visión pasaban días y a veces meses enteros. Un día Ras oía el chop-chop-chop e iba corriendo hasta la orilla del lago, a no ser que diera la casualidad de que estuviera nadando en él. El Pájaro de Dios se alzaba en el cielo, cada vez más y más arriba, y volaba por encima de los acantilados, el confín del mundo, y desaparecía en el cielo.